Pese a las iniciativas para promover su acceso y participación plena en el campo científico, subsisten barreras que les impiden desarrollar sus talentos y capacidades en forma plena.

(13/02/2017 – Agencia CyTA-Instituto Leloir. Por Pablo Esteban)-. “El mundo necesita de la ciencia y la ciencia necesita de mujeres”, es una de las frases que pueden hallarse en el discurso de Irina Bokova, directora general de la Unesco. Bokova, de origen búlgaro y con una decena de pergaminos en el ámbito académico y político, es la primera mujer en ocupar este puesto (que ejerce desde 2009) y se destaca por la promoción de iniciativas que visualizan y reivindican el genio creativo femenino. En esta línea, la igualdad de género en ciencia constituye uno de los principales objetivos que las 195 naciones del mundo han aprobado a fines de 2015, y han incluido en la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible y en el Acuerdo de París sobre Cambio Climático.

El fin de semana se celebró el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, una fecha dispuesta por la Asamblea General de las Naciones Unidas a fines de 2015. Sin embargo, no hace falta realizar una investigación demasiado exhaustiva para advertir que los cargos directivos y los puestos decisivos en la dinámica social, económica y política son ocupados por hombres. Y ese mismo paisaje se replica en el campo científico, en el que las mujeres -de modo constante- se enfrentan a barreras que les impiden desarrollar sus talentos y capacidades en forma plena. Según un estudio de las Naciones Unidas en 14 países, la probabilidad de que las estudiantes culminen una licenciatura, una maestría y un doctorado es del 18%, 8% y 2%, respectivamente, mientras que la probabilidad para los estudiantes masculinos es del 37%, 18% y 6%.

En 2015, Andrea Gamarnik, investigadora del CONICET en el Instituto Leloir, ganó el Premio Internacional L’Oréal-Unesco “Por las Mujeres en la Ciencia” 2016. Fue escogida como la científica más importante de América latina, por sus avances en el conocimiento del dengue: la enfermedad viral transmitida por mosquitos de mayor impacto a nivel mundial. En una entrevista publicada en Página/12, la investigadora señaló: “A veces me pregunto, si ingresan a la universidad casi la misma proporción de ambos sexos, ¿por qué los cargos directivos en las unidades científicas, en las empresas y en las industrias, en general, son ocupados por hombres?”. Al parecer,  los inconvenientes comienzan cuando las personas todavía van al jardín: “Mientras que los varoncitos construyen, piensan y juegan deportes, las nenitas sirven el té y el café a sus muñecas”, advirtió.

El círculo se retroalimenta de una manera tan silenciosa como perversa. La prevalencia de estereotipos de género dificulta la carrera científica de las investigadoras, que se traduce en una merma de interés en las niñas y las adolescentes en dedicar su tiempo a labores que creen reservadas para los hombres. Así, se construye un imaginario que se desperdiga a través de los medios de comunicación, toda vez que se recurre a los expertos de barba y voces roncas para explicar tal o cual fenómeno natural o social, como voz de autoridad única y solemne.

Y se replica, desde temprana edad, en los colegios: aquellas instituciones de referencia que, como decía el filósofo marxista Louis Althusser, “disponen de la audiencia obligatoria por mayor cantidad de tiempo”. De esta manera, en sus explicaciones, los docentes recurren a referentes masculinos mientras que las científicas brillan por su ausencia. Desde Sócrates hasta Einstein, se teje una línea recta de “conocimiento universal” que nunca se quiebra y que, por supuesto, no habilita excepciones. En este marco, el foco se posa sobre el concepto de “vocación”, porque en definitiva lo que cualquier ser humano anhele para su vida también dependerá de los procesos de socialización en los que se halla inscripto, el modo en que es educado y los discursos que inundan los ámbitos en los que participa.

Para comprender la manera en que el ámbito científico emerge y se consolida como un escenario masculino y masculinizado, sirven de ayuda los aportes del sociólogo Pierre Bourdieu; ya que si bien el intelectual francés, en este caso, no centra su análisis en las disputas de género, su definición de campo científico es funcional a las intenciones de la presente nota. Así, lo describe como un espacio de tensiones en que dominantes y dominados disputan la distribución de los recursos acumulados y el monopolio de la autoridad. Consiste, en sus propias palabras, en “el lugar de una lucha, más o menos desigual, entre agentes desigualmente provistos de capital específico, por lo tanto, en condiciones desiguales para apropiarse del producto del trabajo científico que producen”.

Este modo de ilustrar y explicar el engranaje social a partir de la división de campos, además de permitir comprender los mecanismos subyacentes al sentido común, cuenta con la virtud de quebrar la imagen pacífica y la falsa idealización de la comunidad científica, en efecto, conformada por jerarquías bien marcadas en las que hombres y mujeres pujan por obtener mejores posiciones y, de ese modo, apropiarse de más beneficios para actuar de modo legítimo (es decir “de manera autorizada y con autoridad”) frente a sus pares. Sin embargo -y aquí se encuentra la riqueza del planteo- que exista un campo provisto de jerarquías con actores dominantes y dominados, no funde el motor del cambio social. Pues, si bien la cultura “legítima” genera y limita sus propias formas de contracultura, sería un error descuidar la importancia de las formas de contrahegemonía.

En 2017, ser mujer y científica, promueve una saludable cuota de revolución. Será tarea de las instituciones educativas así como de los medios de comunicación, colaborar en la construcción de una realidad distinta. Una en la que el sexo no condicione ni favorezca la carrera ni el futuro de nadie.

“El mundo necesita de la ciencia y la ciencia necesita de mujeres”, afirma Irina Bokova, directora general de la Unesco.

“El mundo necesita de la ciencia y la ciencia necesita de mujeres”, afirma Irina Bokova, directora general de la Unesco.