El 6 de septiembre se conmemoran 100 años del nacimiento de Luis Federico Leloir, un científico que sigue siendo ejemplo para generaciones de investigadores, y que pasó a la historia como el tercer Premio Nobel argentino, el segundo en ciencias, luego de su maestro, Bernardo Houssay.

(8/09/06 – Agencia CyTA-Instituto Leloir. Por Claudia Mazzeo)- Lucho, para sus allegados, “el dire” para sus discípulos, había nacido en Paris, a pocas cuadras del Arco de Triunfo, durante un viaje que realizó su familia para atender la salud de su padre, Federico Leloir, un abogado que nunca ejerció la profesión. Tanto su padre como su madre, Hortensia Aguirre Herrera, eran argentinos nativos de varias generaciones, por lo que la nacionalidad de Luis Federico nunca fue puesta en duda.

De acuerdo con Carlos Alberto Nachón, autor de “Luis Federico Leloir, Premio Nobel de Química 1970, (Ensayo de una biografía)”, los Leloir descendían del primer cónsul francés en las Provincias Unidas y por la rama materna de Sáenz Valiente y Pueyrredón. Por parte de su madre, Luis Federico Leloir descendía de don Manuel Hermenegildo de Aguirre, funcionario del gobierno argentino en los Estados Unidos, que ganó protagonismo en el reconocimiento de la independencia del gobierno de Buenos Aires, en 1817.

“La madre de Leloir, Aguirre, era hermana de la madre de dos personas que hicieron mucho por la cultura argentina, las escritoras Victoria y Silvina Ocampo, la primera de ellas fundadora de Sur, una revista literaria que fue señera en la cultura del Cono Sur. Luis F. Leloir y las hermanas Ocampo eran, entonces, primos hermanos”, comenta el doctor Armando Parodi, actual investigador del Instituto Leloir, y discípulo directo del Nobel.

Luis Federico era el menor de nueve hermanos y se dice que aprendió a leer solo, quizá como resultado de “pasar largas horas sentado en el suelo, con el diario La Nación entre las manos”, sostiene Nachón.

A pesar de que su familia viajaba con frecuencia a Europa, completó sus estudios primarios en Buenos Aires, en la escuela estatal Catedral al Norte, en la calle San Martín, y cursó luego su secundaria en tres establecimientos diferentes, los colegios Lacordaire y del Salvador, en la ciudad de Buenos Aires, y el Colegio Beaumont, en Inglaterra.

Si bien su vocación por la investigación científica siempre estuvo latente, no la abrazó por completo sino hasta después de estudiar arquitectura durante algunos meses en el Instituto Politécnico de París, y recibirse de médico en la Universidad de Buenos Aires (UBA), en 1932.

Dos años de trabajo en el Hospital de Clínicas fueron suficientes para imprimirle un nuevo giro a su carrera. “Nunca estuve satisfecho con lo que hacía por los pacientes”, relata Leloir, en un breve ensayo autobiográfico que escribió en 1982. “El tratamiento médico en esos días era un poco mejor que aquel ejemplificado en el cuento francés en el cual el doctor ordenaba: ´Hoy vamos a sangrar a todos los que se encuentran del lado izquierdo de la sala y vamos a dar un purgante a todos los del lado derecho´”, se lamentaba.

Con la convicción de que era menester comprender mejor los procesos biológicos, se inició de pleno en la investigación, en el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina de la UBA que dirigía el doctor Bernardo Houssay. Leloir ingresó allí como ayudante de investigaciones honorario, y con Houssay como director de tesis hizo sus primeros experimentos, estudiando el papel de las suprarrenales en el metabolismo de los hidratos de carbono. Su tesis fue premiada en la Facultad como la mejor del año.

“Fue un gran privilegio estar asociado con Houssay. El era extraordinariamente excepcional y trabajó muy duro tratando de modernizar la enseñanza de la medicina y dirigiendo estudiantes (…). A veces sus esfuerzo tenían gran éxito, pero en otras ocasiones el gobierno estaba en su contra debido a la forma abierta de expresarse y a sus ideas liberales”, opinaba Leloir.

Al finalizar su tesis, Leloir trabajó un año en el Laboratorio de Bioquímica de la Universidad de Cambridge, que dirigía otro Premio Nobel, Sir Frederick Gowland Hopkins. A su regreso a Buenos Aires, volvió al Instituto de Fisiología, en donde obtuvo notables avances en el estudio de la oxidación de ácidos grasos y del mecanismo de la hipertensión arterial.

Pero en 1943, la adhesión de Houssay a una carta firmada por numerosas personalidades que pedía “normalización constitucional, democracia efectiva y solidaridad americana”,

significó su despido. Houssay quedó cesante y la mayoría de los integrantes del Instituto de Fisiología lo apoyó con su renuncia.

Ante la perspectiva de pasar años sin poder investigar, Leloir decidió viajar a los Estados Unidos, donde participó en el laboratorio de los esposos Carl y Gert Cori –ganadores del Premio Nobel en Medicina junto con Houssay–, en Saint Louis, y en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Durante ese viaje, matizó el trabajo con su Luna de Miel. Se había casado con Amelia Zuberbhüler, su compañera de toda la vida, con quien años después tuvo una hija, Amelita.

A poco de regresar al país, Houssay le propuso dirigir el Instituto de Investigaciones Bioquímicas-Fundación Campomar (en la actualidad, Fundación Instituto Leloir), creado el 7 de noviembre 1947. El primer grupo de investigación que se desempeñó en el Instituto –que en los inicios funcionó en una vieja casona ubicada en Julián Álvarez 1917, en la ciudad de Buenos Aires– estuvo integrado por los doctores Carlos Eugenio Cardini, Ranwell Caputto, Alejandro Paladini y Raúl Trucco, además del mismo Leloir. Luego se sumaron otras figuras, como el doctor Enrico Cabib.

La ayuda económica que brindó el empresario textil Jaime Campomar resultó crucial para la puesta en marcha y el funcionamiento del Instituto, pero en 1956 su muerte los dejó sin recursos. Leloir recibió interesantes ofrecimientos de la Universidad de Harvard, para emigrar a los Estados Unidos pero prefirió quedarse y continuar trabajando en su país.

“Antes de dispersarnos jugamos nuestra última carta y pedimos un subsidio al Instituto Nacional de la Salud de los Estados Unidos. Teníamos pocas esperanzas, pero para nuestro asombro, la subvención fue aprobada. (…) Creíamos importante seguir con la investigación en el país y en esos tiempos el gobierno no se interesaba en lo más mínimo”, expresó.

En pocos años los investigadores lograron aclarar cómo se metabolizan los azúcares en el organismo, más precisamente, el mecanismo de biosíntesis del glucógeno y del almidón, polisacáridos de reserva energética de los mamíferos y las plantas, en forma respectiva. Fue por ese descubrimiento que en 1970 el jurado de química de la Academia Sueca de Ciencias decidió premiar a Leloir con la máxima distinción.

Hacia fines de 1983, y tras ocupar una segunda sede en una propiedad ubicada en Obligado y Monroe, el Instituto pudo mudarse a sus actuales instalaciones frente al Parque Centenario. El predio fue cedido por la entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, y el nuevo edificio fue construido gracias a la ayuda financiera de la comunidad.

El noble de la mesa redonda

El doctor Alejandro Paladini, que conoció a Leloir a lo largo de 40 años, recuerda que

“Lucho” llegaba en su auto, un Ford de dos puertas que a menudo manejaba su esposa, y descendía siempre cargado: su comida, las revistas científicas llegadas a su casa y canastos llenos de frascos de todo tipo que la familia juntaba para usar en el laboratorio.

Autor de un libro sobre “La influencia de Leloir en la Bioquímica Argentina” próximo a ser publicado por EUDEBA, Paladini, con 87 jóvenes años, evoca el humor de Leloir.

“Tenía un gran sentido del humor, sano, amable, no ofensivo. Decía que la explosión, el efecto del humor se logra cuando se cruzan dos ideas que aparentemente no están relacionadas entre sí”.

“Siempre le gustó ponerle sobrenombres jocosos a las cosas. A un cierto solvente muy usado le tocó en suerte ser envasado en un frasco que tenía grabado el nombre de la loción original, Flor de Loto. Durante años todo el mundo lo designó así”, dice Paladini. A otra sustancia la bautizó con el nombre de “pegabolitasa”, ya que servía para dar cohesión a unas estructuras que tenían el aspecto de bolitas.

Sus discípulos recuerdan que nunca quiso tener un escritorio, una oficina, un lugar propio. Más aún, el salón de reuniones de la sede actual del Instituto Leloir tiene una enorme mesa redonda como protagonista, que según dicen, hizo construir el “dire” que nunca quiso ocupar una cabecera.

Recibía a quienes iban a visitarlo al lado de su mesa de trabajo. “Cuando no estaba muy seguro de cuanto tiempo iba a demorarse el visitante, se llevaba un timer cuyo timbre le servía de pretexto para dar por finalizada la reunión, rememora Paladini. “Decía que tenía que ir a retirar un experimento, para volver rápido a sus ocupaciones”.

“Leloir era extremadamente ordenado. Había estudiado en su laboratorio como podía hacer sus experimentos con el menor esfuerzo y evitando los desplazamiento inútiles, de tal modo que los realizaba en forma pausada, pero rapidísimo”, sostiene el doctor Héctor Carminatti, que también trabajó con Leloir.

El doctor Enrique Belocopitow, que fue dirigido por Leloir durante su doctorado, recuerda otra característica de Leloir, su habilidad manual. “Solía reparar y hasta construir equipos que necesitábamos. La primera vez que lo vi lo confundí con un ordenanza; estaba sentado en el piso de la cocina arreglando una canilla y le pregunté si sabía donde ubicar a Leloir”, rememora con una sonrisa.

El doctor Armando Parodi explica que cuando ingresó al Instituto dirigido por Leloir, en 1965, era necesario seguir un curso intensivo de 6 meses, al cabo del cual, podían elegir a su director de tesis, entre los especialistas del Instituto.

“Yo tenía 23 años y Leloir 59. Me parecía una persona muy mayor, a la que ya le había pasado la hora. Quería trabajar con otros investigadores pero mis compañeros se me adelantaron y no me quedó más remedio que elegirlo a él. Me llevé una sorpresa. Hizo aportes muy importantes dirigiendo mi trabajos de investigación, y su contribución a la bioquímica en esta etapa fue tan fundamental que tal vez hubiese merecido otro Nobel”.

Parodi se refiere a los avances de Leloir en el conocimiento de la síntesis de glicoproteínas, es decir, cómo se agregan los azúcares a las proteínas en el interior de las células.

Armando Parodi, que investigó cerca de ocho años junto al Nobel, lo recuerda de la siguiente forma: “Fue muy agradable trabajar con él, era una persona muy sencilla, humilde y respetuosa de las ideas de los demás. Daba absoluta libertad para trabajar y nos transmitió mediante su ejemplo la actitud que un científico debe tener ante la ciencia y ante la sociedad”, opina quien en la actualidad preside la Fundación Instituto Leloir.

¿Cómo reaccionó cuando le otorgaron el Nobel? “Le significó una seria preocupación porque temía que su notoriedad lo obligara a pasar muchas horas frente a las cámaras, o recibiendo gente. Decía que tenía miedo de llegar a la extinción por la distinción”, afirma José Manuel Olavarría, ex investigador del Instituto, quien destaca que: “Leloir jamás cobró sueldo de la Fundación, y en varias ocasiones nos enteramos que nuestro sueldo como becarios lo pagaba él”.

Según narra el propio Leloir, al llegar a la Argentina sus abuelos compraron tierras cuando eran baratas pero aún inseguras debido a las incursiones de los indios. Su familia trabajó esas tierras y las hizo producir cereales, granos y ganado, “circunstancias que me permitieron dedicarme a la investigación, cuando era muy difícil o imposible encontrar una posición de tiempo completo para ella”, explica en su autobiografía.

No obstante ello, Leloir llevaba una vida monacal, según relatan sus discípulos. Se levantaba a las 7.30 y, después de desayunar, se dirigía al Instituto, donde trabajaba en sus experimentos de 9 a 16.45. Luego de limpiar su mesada, salía a las cinco en punto para su casa, llevándose material de lectura. La rutina se repetía de lunes a sábado.

A pesar de haber realizado grandes aportes a la ciencia, “siempre se lamentó de no haber hecho un descubrimiento que ayudara tecnológicamente a la Argentina”, recuerda casi con pesar Paladini.

El día que lo sorprendió la muerte, había trabajado hasta las cinco de la tarde, como todos los días, no obstante sus 81 años cumplidos. Fue el 2 de diciembre de 1987. A pesar de que han pasado 19 años, su ejemplo de vida sigue vivo en el Instituto Leloir, casi tanto como su exquisito sentido del humor.